Por fin, después de un año y medio vuelvo a viajar en avión. Y no por ir en avión, que es una experiencia que hacen cada vez más desagradable, sino por alcanzar lugares lejanos y fascinantes como lo son Japón y Bali.
Si no existiera Japón habría que inventarlo. Con su punto “girly” infantil, su estética retro anclada en esos años 80s en los que se iban a comer el mundo, sus luces deslumbrantes distrayendo las soledades de sus ciudades… Moverse con el metro, pasear por sus aceras te hace cómplice y testigo de miles de vidas abnegadas y aisladas, empleados yendo y volviendo de sus interminables jornadas laborales, preciosas chicas solitarias e inaccesibles luciendo miradas huidizas, fantasías frustradas que nunca ocurrirán canalizadas en refinadas depravaciones.
Pero mi destino estrella era Bali.
Creo que es el mejor lugar del mundo. Si atendemos a los parámetros que hacen la vida buena gana en casi todos los aspectos a cualquier rival que se compare:
- Seguridad personal
- Precios bajísimos
- Clima ideal, todo el año con máximas entre 25º y 30º
- Entorno natural desbordante
- Simpatía y amabilidad de la gente
- Espiritualidad
- Cocina muy rica
- Hoteles buenos y baratos
Bali es una isla el doble de grande que Mallorca. Está llena de altos volcanes que formaron una tierra fértil en extremo y que a la vez bloquean a las nubes provocando muchas lluvias. El resultado es una naturaleza desbordante, selvas verdes fosforito que llevan a cientos de altísimas cascadas, una agricultura muy agradecida sobre preciosas terrazas inundadas y preciosos templos hinduistas de lo más colorido incrustados en la naturaleza. Por segunda vez y durante un mes he recorrido la isla en moto de arriba abajo, una experiencia genial. Me propuse visitar todas las cascadas que pudiera y ya han sido más de 40.
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